Quinamayó es un corregimiento del municipio de Jamundí, Valle del Cauca. Ese es el pueblito colombiano en el que festejan la Navidad en febrero y, de paso, celebran el rompimiento de las cadenas de la esclavitud.
Eran esclavos, sus ancestros llegaron desde África y servían a los dueños de las haciendas cultivadas con caña de azúcar en el siglo XIX. Los amos les prohibían disfrutar de la Navidad el 25 de diciembre. Pasados 40 días los dejaban salir, las comunidades negras se reunían para celebrar el nacimiento del Mesías, que en esta población es negro.
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Mónica es una de las seis cantaoras del evento y llora porque desde 2020 no habían podido hacer esta celebración, que es única en el mundo.
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“Esto es mi vida, cuando suena la música me corre una corriente por todo el cuerpo. Es recordar mis ancestros, es recordar a mis abuelos, a nuestros esclavos. Celebrar que hoy somos libres, que somos felices”.Mónica, cantaora.
Aunque muchos de los habitantes de Quinamayó han salido del caserío para buscar mejores oportunidades en las ciudades, regresan cada año para adorar al “recién nacido”.
“Febrero es el mes preferido para nuestra comunidad. Es nuestro diciembre, prácticamente. Aquí todas las familias se unen para que sea un éxito total el recorrido que se va por todas las cuadras del pueblo”.Mónica, cantaora.
El recorrido es una procesión llena de bailes, disfraces y música en vivo entonada por una agrupación de 13 jóvenes llamada “Los Jugueritos”. Ellos ponen el ritmo con tambores, percusión, saxofones y clarinetes.
Arranca con una oración en una casa del vecindario, encomiendan que la rumba, que se extiende por cuatro días, sea un éxito y que nada malo les ocurra. Finalizan con un “que sea para bien, amén”.
Las calles empedradas se vuelven una polvareda por la cantidad de personas bailando, mientras que las sonrisas de los asistentes se mezclan con gritos que dicen: “Al Niño Dios hay que adorar”.
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Sergio Carabalí tiene 20 años y desde que tiene memoria ha participado del evento. Hoy toca el clarinete y su cara no oculta la felicidad: “Esto es la vida misma, yo quiero vivir aquí por siempre y morir junto a mi gente“.
La “juga” es un ritmo que hacía olvidar a los ancestros de Quinamayó que eran esclavos. Tiene dos pronunciaciones: “juga”, porque al bailar se arma una especie de juego entre las comunidades. También “fuga”, porque muchos de ellos alcanzaron a huir en el Valle del Cauca para armar sus palenques lejos de los golpes de sus amos.
El ritmo aumenta y los corazones palpitan más fuerte en el pueblo cuando el “Niño Dios Negro”, junto a dos adultos disfrazados de mula y buey, se incorporan a la procesión.
El recorrido final está marcado por mucha pólvora y la luz de 12 antorchas que iluminan el camino hasta la plaza principal.
El baile se hace más intenso y la entrada triunfal del “pequeño” se hace con respeto. Todas las discotecas del pueblo apagan su música y solo se oye “juga”, aplausos y cantos.
“¡Ya nació el Niño, al Niño hay que adorar!”, gritan los habitantes de Quinamayó mientras llegan al pesebre. Los soldaditos abren paso y nadie puede interrumpir la tradición.
Finalmente, la figura del “Niño Dios Negro” es dejada por los padrinos en un altar. Se cantan varias “jugas”, se ora nuevamente y se oficializa la rumba: “¡El Niño Dios nació, que comience la fiesta en Quinamayó!”.
Redacción Q'hubo Medellín
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