En medio de la crisis que ha generado el paro y la pandemia, hay un restaurante que se encarga de darle de comer a aquellos que no pueden comprar alimentos.
En el barrio 1 de mayo, al sur de Cali, en medio de la pandemia, los desórdenes callejeros y el caos que ha ocasionado el paro nacional, cualquier persona puede saciar su hambre. Ese oasis en el camino se llama ‘Las delicias de Anyeli’.
Sin cobrar ni un peso, Angely Verganzo le sirve el almuerzo al comensal que arrime buscando un plato de comida. No importa cuántos lleguen, ni como lleguen. No es un comedor comunitario, ni pretende serlo. Es un servicio que ella presta de manera bondadosa y sin esperar nada a cambio.
“Diario hago 55 platos. Si los vendo… bien; pero si me llegan 55 personas buscando alimento, se los doy así no gane nada, pues mi satisfacción es ver las caras alegres de las personas que llegan reflejando tristeza en su rostro”, dice Anyeli.
Su negocio nació hace 15 años en la esquina de la carrera 57 con calle 13C, como un piqueteadero de comida valluna y luego agregó el servicio de comedor. Con él sacó adelante a sus dos hijas. La menor estudió culinaria y hoy en día es la chef del restaurante en el que tiene ocho empleadas.
El 30 de abril -dos días después del paro- Anyeli notó que mucha gente en la ciudad pasaba necesidades, las cuales se sumaban a la pandemia del coronavirus. Sintió en su corazón la necesidad de mitigar esos dolores. Y como hija de Dios, pensó en ayudar al prójimo.
En la entrada de su negocio colocó una cartel grande, que dice: “Muchas bendiciones en este día. Amigo, vecino… si conoces a alguien que no tenga qué comer, dile que venga que aquí le daremos un almuerzo”.
Las personas que lo leían pensaban que era una estrategia de venta, por lo que nadie arrimaba. Entonces decidió ir a los semáforos y ofrecerle comida a quienes allí mendigaban.
Con la piel enrojecida por el sol y el pelo erizado, llegó Danielito. A sus tres añitos de edad ya tenía que soportar el rigor de vivir en la calle bajo la sombra de su madre y dos hermanos, también menores de edad. Con timidez se pararon en la puerta del restaurante y la incredulidad se les borró cuando oyeron decir: “sigan… ya está servido”.
El pequeño se tomó el jugo en par patadas. Estaba insolado. Su madre y sus dos hermanitos se concentraron en la sopa, las lentejas, el arroz, la carne encebollada, la ensalada y el maduro. Danielito no se quedó atrás. Terminó, miró a Anyeli y le pagó con una inocente sonrisa que le sacó lágrimas a su buena samaritana.
Anyeli levantó la cara y vio a la madre de los pequeños echándole la bendición. Fue la estocada. “Dios está en cada uno de nosotros. No lo dudo. Somos hijos de Él y como prójimo debemos socorrer al necesitado. Ver que la gente llega triste y con hambre y se va contenta y con el estómago lleno, no tiene precio” dice con orgullo.
Es optimista en que Cali vuelva a ser como antes, que la ciudad se levante de esta crisis, que los negocios vuelvan a abrir, que se consigan alimentos, que los caleños aprendan la lección y se ayuden; no importa del país que sean, que el joven que protesta, el policía que vigila y el padre de familia que no tiene trabajo llenen los vacíos de su corazón y se unan por sacar adelante la tierra donde viven o nacieron.
Por ahora sus comensales son pocos, muchos de ellos son mujeres y hombres jóvenes con hijos, sin trabajo ni un techo donde dormir. Quizá dentro de poco sean muchos, pero está dispuesta para atenderlos a todos.
Ernesto Zambrano es vecino del restaurante. Con gran certeza dice: “Yo pido mucho donde Anyeli. Los fines de semana voy a comer allá. No es un restaurante de mala muerte. Todo lo contrario. Es de los mejores del barrio, eso mantiene lleno y la comida es excelente”.
Ello lo reafirma Estela Campertena, venezolana de 33 años que se rebusca el diario en el semáforo de la avenida Guadalupe con calle 14, a la altura de la parroquia El Divino Niño.
“Donde doña Anyeli almorzamos mi hijo y yo. Aunque ella no tiene problema en darnos una mesa, preferimos llevarnos el almuercito y comer en el andén, pues a mucha gente no le gusta ver personas como nosotros compartiendo en el comedor y lo que menos queremos es perjudicar a una persona tan buena. La sazón…ummm, es un manjar de Dios”.
Así piensa la mayoría de los necesitados comensales, de allí que a ella le tocó empacar sus almuerzos en icopor, tenerlos listos y ver cómo se iluminan los rostros que llegan opacos del sol, mientras se alejan agitando sus manos de arriba a abajo y de derecha a izquierda, acompañado de un “Mi Dios se lo pague".
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