Fernanda está abrazando un oso grande de peluche que su esposo le regaló cuando cumplió 22 años. “Era un hombre muy detallista, nunca olvidaba una fecha especial”, dice con la seguridad de quien guarda en una repisa todas las esquelas y obsequios que Róbinson le llevó a casa mientras vivieron juntos.
La casa está ubicada en zona rural de Santander de Quilichao, en el Cauca. Allí vivía la familia conformada por Fernanda y Róbinson con sus dos pequeñas hijas, Helen y Salomé. Mientras la mujer estaba al frente de los cultivos de café y aguacate, así como cuidando a las niñas; Róbinson iba y venía en motocicleta desde las diferentes ciudades y pueblos donde trabajaba como constructor.
Johanna tiene tatuado el nombre de su hermano mayor en el borde externo del antebrazo, en letra cursiva y pegada se puede leer: Róbinson.
“Él era una persona muy alegre, desde pequeño trabajó para conseguir las cosas de la casa y eso hizo de él alguien muy colaborador y servicial”, cuenta Johanna, quien como su hermano, nacieron en Pescador (Cauca), aunque desde hace cinco años ella vive en Cali.
También recuerda: “él siempre me decía que las cosas de Dios eran perfectas, que todo tenía su momento y que no hay que rendirse, que la vida es una sola y hay que gozársela minuto a minuto”.
A esa personalidad bondadosa y jovial que siempre lo caracterizó, obedeció la importante decisión que tomaron Johanna y su madre aquella tarde en una sala de espera de la Fundación Valle del Lili. Róbinson había sufrido un accidente de tránsito, aunque los médicos lucharon para traerlo de vuelta a este mundo, el diagnóstico final fue de muerte cerebral.
En ese momento fue cuando un coordinador de Donación y Trasplantes se acercó adonde se encontraban Johanna y su madre para plantearles la posibilidad de que Róbinson se conviertiera en un héroe que dona vida.
Con esa decisión del más puro altruismo, en la que también estuvo de acuerdo Fernanda cuando le comunicaron el estado de su esposo, autorizaron que los órganos y tejidos de Róbinson fueran donados para salvar las vidas de otras personas que en ese momento los estaban necesitando.
“Él siempre ayudaba a los demás sin poner condiciones, de nuestra finca siempre sacaba alimentos que cultivábamos para repartir entre los amigos y vecinos, por eso cuando me explicaron que ya no volvería, supe que él hubiera deseado salvar a otros para que disfrutaran de la vida como él lo hizo”, expresa con serenidad Fernanda, a dos años del triste suceso.
Al recordarlo, Johanna repite las razones que tuvo en cuenta su familia al momento de aceptar la donación: “Yo pienso que si mi hermano fue muy generoso en vida, con su familia y sus amistades, entonces ¿por qué no seguirlo siendo después de fallecido? Nosotras nos sentimos más tranquilas con la donación, porque sabemos que algunas personas tienen algo de mi hermano y eso les permitió vivir”.
Estos actos de generosidad son poderosos, ya que sin la bondad de estas familias que entre el dolor de una pérdida, optan por donar desinteresadamente, no se podrían llevar a cabo los procedimientos de trasplante de órganos y tejidos que miles de colombianos están esperando para seguir con vida.
De hecho, en Colombia, por cada millón de habitantes solo 8 personas deciden ser donantes, mientras que en Argentina hasta 13 personas toman esta decisión y en España la cifra alcanza a los 48 donantes.
También se puede ser donante en vida. En estos casos solo se puede donar un riñón, parte del hígado y médula ósea. Mientras que los donantes fallecidos pueden donar tanto órganos como tejidos.
La sociedad aún se encuentra en proceso de sensibilización sobre el poder milagroso de la donación, para imitar actos de familias como la de Róbinson, puesto que son ellas las que han permitido, solo en el primer semestre de 2019, que se hayan se realizado un total de 633 trasplantes en Colombia, según cifras de la Red Nacional de Donación y Trasplantes del Instituto Nacional de Salud.
Pero, aunque se salvaron muchas vidas de pacientes, se está trabajando para fortalecer la cultura de la donación, solo así podrá evitarse el fallecimiento de pacientes en lista de espera, una cifra lamentable que en este año ya suma 61 personas para las que no hubo una nueva oportunidad.
Ahora, enfrente de la casa que construyó Róbinson, Fernanda toma de la mano a sus dos hijas, las dos vidas que él le dejó antes de partir, se siente orgullosa y tranquila de la desición que tomó y cuando ellas le preguntan por su padre, no duda en decirles que fue un verdadero héroe.
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