La noche del jueves 21 de noviembre fue, quizá, la más tenebrosa de la historia reciente de Cali. Como en la famosa película ‘La Purga’, fue una ciudad en pánico, de civiles atrincherados en sus casas y unidades residenciales, armados hasta con impensables fusiles de asalto, organizados en comandos que esperaban al enemigo mientras las sirenas comunitarias ululaban con angustia como si los asediara un bombardeo aéreo.
El pánico corría de voz en voz, de chat en chat, de video en video como la pólvora misma, en una matriz informativa voraz, irreflexiva, que llevaba hasta el paroxismo, y que se polinizaba a través de la histeria colectiva de mujeres que lloraban, suplicaban y pedían ayuda, y de hombres envalentonados por el miedo y azuzados por la adrenalina ancestral de los machos, dispuestos a defender lo suyo.
Rápidamente, entonces, Cali fue una ciudad en guerra, citiada por hordas invisibles de vándalos a punto de atacar, de aparecer en las puertas trancadas, en los portones infestados de vecinos frenéticos que solo miraban sus pantallas de celular a la espera de recibir el chat que diera la clave, el dato, el nombre y la hora del ataque.
Nadie durmió. Cali estuvo en vela horas enteras, como si esperara el Juicio Final. O la muerte. Nadie se movió aún cuando el helicóptero de la Policía barría rítmicamente el espacio aéreo. Ni siquiera cuando el toque de queda entraba en lo profundo de la noche y parecía que todo había sido una pesadilla de fantasmas.
Cómo iniciar un pánico
En realidad todo comenzó con el final del paro, cuando grupos de jóvenes de regreso a sus comunas fueron mutando en vándalos ocasionales. Iniciaron en los sectores comerciales del centro, oriente y sur, donde fueron saqueados panaderías, almacenes de instrumentos musicales, locales comerciales de electrodomésticos, restaurantes y hasta un concesionario de motocicletas, a la altura de Meléndez.
Luego, más al sur, en el área del Valle del Lili repleta de conjuntos residenciales, pequeños grupos de vándalos comenzaron a hostigar las porterías de varios edificios y unidades amagando o intentando entrar, lo que disparó la inmensa alerta ciudadana que llegó rápidamente a todos los rincones de la ciudad.
Las primeras voces surgieron de las administraciones acosadas. “Nos están atacando, se quieren entrar, dígales a todos los vecinos que bajen”, fue una de las primeras llamas que se encendieron en esa oscura noche de locura colectiva. Y luego, el pademonium.
Los vecinos no solo bajaron a los parqueaderos, sino que comenzaron a dar alarmas a todos sus grupos de chat, familia y conocidos, viralizando videos de gente corriendo, de vándalos más espantados que ellos en fuga, tiros, ladridos, llanto.
Cada unidad del Valle del Lili, cada casa, cada apartamento, entró en acuartelamiento, tras una amenaza que parecía clara: están asaltando las unidades. Y con una consigna de guerra: nadie entra.
Hacia las 6 de la tarde, entonces, el Gobierno acepta que hay un desafío ciudadano y decreta el Toque de Queda, una figura de emergencia que estrenaron muchos caleños que en su vida la habían vivido. Y tuvieron una comprensión peligrosa: sí, se nos van a meter.
Entonces, a las 8 de la noche, ya no era sólo el sur, era también el norte con sus lujosos condominios. La comunicación norte-sur fue, básicamente, a través de redes, desde donde se iba trazando la sombra imaginaria de las hordas que llegaban de unidad en unidad, de parque en parque, sin que nadie, efectivamente, las viera.
La gente se armó con lo que pudo: palos, tablas de cama, machetes, pero también quedó al descubierta una inquietante verdad: armas de fuego, de corto y largo alcance, en las tranquilas comunidades.
Se armaron rondas con hombres vestidos para una guerra ridícula, en botas y pantalonetas, armados de bates y con cascos de ciclistas. Las mujeres fungían de campaneras desde los balcones armadas de biblias, mientras en las estufas hervían agua para, si era del caso, lanzarla desde sus atalayas a los invasores.
Todos tenían como fuente el pánico de sus familiares y vecinos. Nadie veía nada, pero todos decían haber visto todo. Una sombra, un motociclista rezagado del toque de queda, todo era una amenaza la noche del pánico.
Desde su Mesa de Comando Unificado, entonces, la gobernadora del Valle, Dilian Francisa Toro, tomó el toro por los cuernos. Pidió al Gobierno Nacional apoyo que llegó en tres aviones Hércules con 500 efectivos adicionales de Ejército y Policía (que fueron rebidos con aplausos en muchos barrios), y cuando parecía inminente que el ataque vandálico dirigía sus hordas a un último enclave por conquistar: el oeste de la ciudad.
1.069llamadas de emergencia al 123 registró la Policía la noche del pánico.
Nadie durmió
Poco a poco, y cuando la noche se hacía más espesa, Cali era un corazón que latía con fuerza. Ojos abiertos, unidades erizadas, pero nada.
Los ataques ciertos en el sur, en el Valle del Lili, que no llegaron a pisar un metro de propiedad privada, ni a causar un herido, ni un muerto, ni un enfrentamiento, se acabaron a las 8 de la noche. Luego fue el pánico irreflexivo, natural, desinformado.
Ayer, trasnochados, agotados, sobrevivientes, todos contaron su propia película, con ese tono de heroismo de quienes llegan de una guerra. Contaron hechos que le pasaron a una prima, a un hermano, a un amigo, no a él, y esos también cuentan lo que al parecer le pasó a este, en una cadena de eventos que no pasaron en realidad.
Claro, hoy, casi dos días después de la horrible noche, todo se supo, todo se comprende con los datos confirmados de las autoridades. Porque aunque sí hubo amenaza vandálica y hubo daños de esos grupos en la ciudad, nunca pudieron ser una amenaza global, una acción coordinada con mando y medios capaces de asaltar en forma simultánea a toda la ciudad, tal como lo parecía la noche del 21 y la madrugada del 22.
Hoy Cali todavía tirita de miedo. Y la caída de una silla hace saltar todas las alarmas. Pero el pánico nos dejó ver varias cosas que no eran visibles.
En este simulacro de emergencia sin aviso, por ejemplo, se vió a una ciudad solidaria pero armada, con armas extrañas para comunidades residenciales como fusiles, pistolas automáticas, binoculares militares y cuchillos de campaña.
Y un foso oscuro cuya profundidad no conocemos, pero en el que varios de nuestros líderes trabajan pala en mano: la lucha de clases. Un enemigo de verdad que esa anoche durmió arropado con el pánico.
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