Los insurgentes mezclaban amenazas y alicientes en su propaganda de guerra cada vez que tomaban una ciudad (algunas incluso sin pegar un tiro), hasta que entraron en la capital, Kabul.
Estados Unidos y Afganistán estaban convencidos, cuando las tropas internacionales comenzaron su retirada en mayo, de que el ejército afgano podría responder a los ataques de los talibanes.
Con cerca de 300.000 miembros y un equipamiento mucho más avanzado que el de los insurgentes, las tropas del gobierno estaban listas, al menos en teoría.
Pero en realidad, las fuerzas armadas estaban corroídas por la corrupción, la falta de entrenamiento y la desmoralización.
En verano, este mismo ejército pudo resistir la ofensiva talibana en el sur, en Lashkar Gah, pero sin el apoyo aéreo y militar de Estados Unidos, no aguantaron mucho.
Frente a un ejército más pequeño pero más motivado y cohesionado, muchos soldados del gobierno, incluso unidades enteras, desertaban o se rendían, dejando libres las ciudades a los talibanes.
Las semillas del colapso comenzaron a germinar el año pasado cuando Washington firmó el acuerdo de retirada completa de sus tropas con los talibanes.
Para los talibanes, fue el inicio de su victoria tras dos décadas de guerra. Para muchos afganos desmoralizados, significó traición y abandono.
Los insurgentes ampliaron su ofensiva con asesinatos dirigidos contra periodistas y activistas de los derechos humanos, creando un sentimiento de miedo generalizado.
Acompañada de una campaña de propaganda ante la inevitable victoria talibana. Soldados y responsables locales informaron que recibían mensajes de teléfono pidiéndoles que se rindieran o cooperaran con ellos para evitar males mayores.
Ante la inoperancia de las fuerzas gubernamentales para frenar el avance talibán, muchos señores de la guerra reunieron a sus milicias para enfrentarse a los talibanes si estos se atrevían a atacar sus ciudades.
Pero ante el hundimiento de la esperanza en la supervivencia del propio gobierno afgano, el destino de los señores de la guerra también estaba marcado. Y sus ciudades cayeron sin pelea.
En el norte, Abdul Rashid Dostum y Atta Mohammad Noor huyeron a Uzbekistán dejando atrás vehículos militares, armas e incluso uniformes.
Los talibanes habían comenzado a tejer acuerdos y pactar rendiciones mucho antes de su ofensiva relámpago de mayo, según informes.
Desde soldados hasta responsables locales de bajo nivel, e incluso gobernadores y ministros, los insurgentes presionaban para buscar nuevos acuerdos.
Las imágenes de su marcha final hacia Kabul muestra la eficacia de esta estrategia: sin cuerpos en las calles ni combates callejeros, los talibanes y los responsables locales pueden formalizar con tranquilidad el traspaso de poder en las zonas conquistadas.
Informes de EEUU realizados hace un mes estimaban que el gobierno afgano podía colapsar en 90 días, pero desde que los talibanes tomaron su primera capital provincial, solo llevó dos semanas.
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